viernes, 31 de diciembre de 2010

Llorando de belleza

Como ya explicaba hace algunos años un anuncio de coches, en 1817 Henri-Marie Beyle realizó una visita largamente anhelada a la Basilica di Santa Croce en Florencia. Una vez allí, la acumulación de belleza que encontró en su interior y el goce artístico que experimentó fueron tales que, somatizando estas emociones, empezó a sentirse indispuesto físicamente. A este viajero le conocemos por su seudónimo, Stendhal y, con el tiempo, este episodio vivido en la cuna del Renacimiento italiano, fue denominado Síndrome de Stendhal o también Síndrome de Florencia.
La primera vez que yo lo experimenté no fue en Florencia, que también, pero no en Santa Croce y quizá tendré ocasión de explicarlo, sino en Atenas, más concretamente al acercarme al Partenón. Para mí ese también había sido un viaje cuya realización acariciaba hacía ya muchos años. Hasta que llegó el momento que me di cuenta que era un “ahora o nunca”, tenía que ir ¡ya!, pasando por encima de toda circunstancia y barrera que se pudiera interponer. Y no me equivoqué. Gracias a ese viaje conocí a mi amiga-hermana y mi vida no hubiese sido la misma sin ese encuentro.
También me encontré allí con la emoción estética. Tras subir los escalones de acceso asombrosamente resbaladizos y dejar atrás los Propileos, me encontré frente a frente con esa maravillosa decadencia ruinosa del Partenón. Y empecé a llorar. No fue un acto voluntario. Las lágrimas se me escapaban de los ojos. Era un llanto dulce, de emoción, de constatación de la realidad de los sueños. ¡Tantas veces viendo fotos suyas, tanta lecciones sobre arte griego, y las que estaban aún por llegar! Y era verdad. Existía en la realidad. Ahí estaba frente a mí. Y mi alma griega se reencontró con su tierra, con su pasado, con sus raíces. Y lloré. De placer. De emoción. Por la belleza.
Mucho más tarde aprendí con el cerebro lo que ya había percibido con la emoción. Supe que la proporción y el canon, conceptos tomados del arte egipcio, eran la base del arte griego. Que los pitagóricos lo reelaboraron bajo el concepto de Symmetria, que englobaba armonía, orden y buena proporción, y que resultaba ser una propiedad objetiva de las cosas y, por tanto, podía ser cuantificada. Me enseñaron que, en paralelo a este concepto, surgió también el de Euritmia, que no es más que la adaptación de las proporciones a las necesidades de la visión, a la percepción visual del ser humano. Por ello en 1837 se descubrió que en los templos griegos se habían realizado correcciones ópticas. Que a partir del siglo V a.C. la mayoría de las líneas rectas están, en realidad, curvadas, para que el ojo humano las perciba rectas. Y el Partenón no escapa a este “Photoshop” arcaico. Es más, las correcciones llegaban a tal punto que, además de la ya mencionada, se ensanchaba el centro de la columna, las columnas laterales de los pórticos eran colocadas más distanciadas y ligeramente inclinadas hacia el interior para parecer rectas, se ensanchaban las columnas exteriores (que tenían más luz), y se hacían más esbeltas las interiores (peor iluminadas).
Todo eso se aprende estudiando, y se admira la maestría técnica de los creadores de la civilización occidental; pero viendo, se aprende a enamorarse del arte. Y enamorándose del arte se llora de emoción. Se llora de belleza.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Déjame arrinconarte en mi rincón del arte

Miércoles, 8 de diciembre de 2010
Siempre he pensado que el mundo, la vida, se mueve por un poco de amor. Esa es la causa de su movimiento, de su avance. Amor a determinadas personas, amor al trabajo, amor al dinero, amor a la sabiduría, amor a la belleza. Este último es mi caso.
Estamos rodeados de belleza. Nos sumergimos en un océano de belleza a cada paso, con cada latido de nuestras vidas y no nos damos ni cuenta. Desde lo más clásico (un amanecer o una puesta de sol, un paisaje de montaña, una melodía que nos emociona, la risa de un niño) hasta lo que pasa desapercibido (los últimos rayos de sol en los tejados de los edificios, un gorrión que avanza a saltitos por la calle, el desafío de una hoja otoñal caída en la calle esperando a ser pisada), hay mucha belleza a nuestro alrededor.
Sin embargo, también existe un lugar común al que nuestro pensamiento vuela cuando escuchamos la palabra belleza: la obra de arte. Y que conste que para mí el término belleza es un sinónimo de emoción. ¿O es que lo feo, lo desagradable, lo macabro, incluso, no constituye la otra cara de la moneda de lo bello, lo agradable? ¿Es que no arrastra también nuestra emoción, no es arte? Para mí, definitivamente, sí lo es. Y es que aquí también tiene cabida la sempiterna complementación de la dualidad de la unidad, el yin y el yang, la luz y la oscuridad, el Ser y No-Ser del amigo Parménides pasado por el tamiz del también amigo Platón.
Y ya que para mí el principal ingrediente del arte es la emoción, permíteme que te emocione. Permíteme arrinconarte en mi rincón del arte y poner ante tus ojos las obras que a mí más me emocionan. Permítete emocionarte conmigo. O reaccionar enérgicamente. O llevarme la contraria. Todo eso me vale. Decía mi profesora de arte en el instituto que el objetivo de la obra de arte es provocar una reacción. Tanto si es de complacencia, como de desagrado. Si una obra de arte te deja impasible, no te da ni frío ni calor, no ha conseguido su fin.
¿Estás dispuest@ a experimentar?
¿Te atreves?
Adelante, cruza la puerta…
Déjame arrinconarte en mi rincón del arte.